Me veo. Apoyada en la silla sobre un aflorado balcón. La enrejada me llega a la mitad del cuerpo y el reflejo del Sol abraza las negruzcas pinturas; sobre todo besa los destellos sin color. Detrás mío, las paredes del anaranjado ladrillo hacen que la danza entre mis cabellos y el viento, reluzca más que el rojo de mis labios.
Me veo, me reconozco, pero no soy yo.
El cabello rojizo, cual ocaso de verano, y sus ojos de caramelo, invocan mi sonrisa por el reconocimiento del ilusorio reflejo, que conecta el presente de su futuro y el pasado de mi presente.
Nos sonreímos.
Ella, expertis de su intuición, me habla con sus ojos al ver el próximo camino que ha de tomar su alma. Yo, notando el revive de mi vida, considero la posibilidad de que ese no sea mi pasado, sino el futuro.
En cualquier caso, el primero no tardará en llenarse el vacío con el segundo y el ciclo seguirá su curso. Los dos se reconocerán las caras al punto medio en el espejo, porque son uno mismo.
Si es que ella vino antes y yo después, no dudo en la posibilidad de habernos vivido al revés.
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