Te gustaba cazar.
Lo noté desde un principio
y no fueron necesarias las palabras,
yo me sentía segura sin saber por qué.
Al conocerte,
ya tenías problemas emocionales
y roces lujuriosos con nuevos amores;
yo escuchaba tus reproches por las noches.
En los días de caza,
las heridas de tus manos eran la hazaña del día,
yo te curaba sin percatarme de los huesos roídos en el suelo,
yo me creía a salvo aún sin ser nada de ti.
Y te empecé a querer.
Los árboles se extendieron sobre mi,
el silencio predominó en el bosque entero
y tus ojos marrones no me quitaron la vista de encima.
Yo no sentí miedo por la hora llegada.
La hora de la cacería.
Escuché el disparo de la lanza
y un suave quejido brotó de mis labios.
La flecha atravesó mi pecho
y, con ello, todo mi sentir por ti.
Morí sabiendo que la nueva presa era yo.
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