Tiempo atrás, cuando las ramas de
los árboles silbaban al verberar, cuando las aves competían entre ellas por quién
hacía el mejor canto, cuando las aguas golpeaban vigorosamente las rocas del
riachuelo alertando a los peces la proximidad de la noche, cuando la existencia
de las llamas aún no incendiaba la tierra, Comala vio nacer las tormentas.
No obstante, la aridez del suelo era
inquietante. El campo se quebraba al sentir peso por encima de el. Los animales
optaron por explorar lugares más acogedores para vivir. La tierra permaneció
así, con escasa flora y fauna, estuvo a punto de morir de no ser por aquella
tarde de verano.
Bruno era un gato montés. Su
pelaje carecía de las particulares manchas negras y del pelaje anaranjado, él
era completamente gris, pero con la morfología de un montés. Sin embargo, fue
rechazado por el resto de los linces que vivían en los alrededores de Comala.
Él, a pesar del repudio, siguió en búsqueda de alguien que entendiera que la
apariencia no es lo más importante que uno tiene por ofrecer, sino lo que eres
al externar tu esencia al mundo.
Agotado de la ardua caminata en
búsqueda de nuevas aventuras, el lince se trasladó por el áspero suelo del
campo, cuidando de no quebrar más la tierra y sufrir un final pavoroso. A lo
lejos escuchó un suave quejido y sin dudarlo, se desplazó con sigilo para saber
qué estaba pasando a metros delante suyo.
El quejido se hacía más presente
a cada segundo, pero él no lograba divisar animal alguno a su alrededor. En aquel
instante, creyó imaginar los sonidos por su notoria soledad de no ser porque el
sol se elevó en el celeste cielo y una sombra cubrió completamente a Bruno. Era
una nube gris y solitaria, de ahí provenían los chirridos.
Bruno trepó el árbol seco más
cercano y, con cautela, caminó para no romper las ramas de este hasta que llegó
a estar lo suficientemente alto como para poder hablar con la nube.
― Hola ―saludó Bruno con un largo
“miau” a la grisácea nube― ¿Por qué estás triste?
La nube, al escuchar al gato, le
miró fijamente. Sus ojos resplandecían tristeza pura. Bruno sabía lo que le
ocurría sin necesidad de escucharla, él conocía perfectamente el sentimiento de
la soledad.
― Estoy triste porque estoy muy
sola. No hay más nubes en estos cielos, no tengo amigos.
Bruno se estremeció entre las
ramas y dio un suave suspiro. Avanzó lentamente hacia la nube y, al estirar su
pata, la acarició consolando su dolor.
― Yo también estoy solo, no tengo
otros amigos gatos.
Ambos quedaron en silencio, el
intercambio de miradas reveló más allá de lo que las palabras podían expresar,
pero Bruno, no conforme con mantenerse mudo por la tristeza, decidió tomar la
iniciativa.
― ¿Sabes? Nunca había visto una
gran nube como tú por aquí. De hecho… ―aclaró el lince― Nunca han aparecido
nubes, eres la primera.
― ¿De verdad? ―La nube preguntó
asombrada, a lo que Bruno asintió después de acicalar su rostro con su pata―
― Sí, eres la primera nube y a mi
me pareces muy brillante a pesar de ser gris. ―La nube se sonrió, a lo que el
gato prosiguió― ¿Cómo te llamas?
― Soy Niebla.
―Mucho gusto Niebla, mi nombre es
Bruno.
Ambos sonrieron y el ambiente
pasó de ser melancólico a ser amistoso. Por el resto del día platicaron de sus
travesías, qué habían conocido por el mundo desde la vida en la tierra o en los
aires. La alegría de los dos nuevos amigos se notaba tras los largos “miaus”
del lince y las gotas de alegría brotadas por la nube, lágrimas que alimentaron
los suelos y recobraron la vida del campo.
Aquella tarde Comala vio nacer
las tormentas y cada vez que veas llover, recuerda que es la amistad entre un
gato y una nube.
Fin.
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