Mil novecientos treinta y tantos, Ciudad de México.
Letitia se paseaba con sus amigas por las calles de la ciudad, con tan sólo dieciséis años ya sabía manejar a los hombres desvividos por su belleza. Ella jamás sufrió por amor, jamás sintió la necesidad de entregarse a alguien, ella siempre supo su valor y que nadie podría quitarle su corazón. No importaba si un pretendiente le dejaba por otra mujer o se iba por las cuestiones personales, ella al pasar las horas tenía su remplazo. Pero todo cambió en el Hotel Reforma.
La mamá de Letitia, Rosaline, trabajaba en el Hotel Reforma. Viuda y con tres hijos, ella luchaba día con día, y sin saber español, para mantener a sus hijos con lo poco que ganaba. Pero lo hizo, siempre logró mucho más de lo que creyó alcanzar. Horacio, un joven con un par de años más, trabajaba también en aquel hotel. Él estudiaba a la par la carrera de Ingeniería. Su filosofía era tan simple como "Trabajar porque no nacimos ricos, debemos ganárnoslo con esfuerzo", y hasta el día de su muerte se relucieron sus palabras.
Horacio quedó petrificado ante la belleza de Letitia y ella simplemente pensó en que sería una persona más en su vida, que a su partida ella podría elegir a otro para curarse las superficiales heridas. Pero no fue así, él fue más de lo que ella jamás imaginó.
Entre palabras ambos quedaron para una cita. Horacio estaba encantado, emocionado por salir y poner un poco de sus ingresos en una maravillosa mujer. Letitia acudió al lugar de reunión acompañada de una amiga y vieron al joven de lejos. Ella lo miró sin que él se diera cuenta.
―Sí tiene interés en mí. Ahora, vámonos.
Fueron todas las palabras de Letitia en el aire y sin más partió del lugar. Pero el joven Horacio no se dio por vencido en esa decepción amorosa. Él siguió constante hasta que poco a poco ese frío y congelado corazón que con pesares Letitia cargaba, comenzó a calentarse. Esa mirada indiferente tuvo brillo, el color de su mundo agrietado y triste se curó, se iluminó.
Y así fue. Él gobernó lo ingobernable y ella obtuvo lo que en sus adentros siempre quiso: Ser amada de verdad.
Construyeron su vida juntos, lucharon por tenerlo todo pero siempre al lado del otro. No había una pareja más feliz, más amorosa que ellos. Nunca se ha visto un hombre tan lleno de amor por la mujer que ama.
Por siempre tuyo, tu Horo.
Él solía escribirle al final de cada carta que le dedicaba ante la lejanía de su amor. Su trabajo le hizo romper las fronteras pero no su amor por Letitia, y ella tan devota siempre lo esperó o acompañó cuando tenía oportunidad, pero jamás le dejó solo y siempre le entregó más que su ser.
Él solía escribirle al final de cada carta que le dedicaba ante la lejanía de su amor. Su trabajo le hizo romper las fronteras pero no su amor por Letitia, y ella tan devota siempre lo esperó o acompañó cuando tenía oportunidad, pero jamás le dejó solo y siempre le entregó más que su ser.
Los hijos vinieron y a otra parte de la Ciudad de fueron ellos a vivir. Horacio adoró a Letitia cada segundo de su vida, trabajó, le regaló lo que ella quería, no la dejó sola en ningún momento. Hay gente que dice aún, que ese amor es de los que te avivan el alma y que sólo ocurren una vez. Y ciertamente, sólo una vez. Cuarenta y tantos años más tarde se esfumaron las rosas, los pájaros dejaron de cantar, la luz del sol se volvió en una noche eterna y ese corazón se quebró volviéndose a congelar.
Treinta y uno de Octubre de mil novecientos ochenta y cuatro, con tan sólo una niña de doce años y una mujer de veinti dos, quien le había iluminado los días y calentado las noches a Letitia, dejó su cárcel recostada en la cama y liberó su alma a una mejor vida.
Jamás podré expresar ni escribir una dolencia tan grande como la es perder de esa manera al amor de tu vida, a quien te cambió el sentido de la misma, quien te iluminó con sólo una sonrisa y quien se encargó de amarte hasta el final de sus días.
Desde esa fecha Letitia tuvo de vuelta tantos pretendientes enamorados aún de ella, pero su amor y devoción por su Horo no pudo ser remplazada por nadie. Ella no quiso a nadie más, no amo a nadie más, siempre vivió en la espera de volver a ver a su más grande amor.
Letitia, a los ochenta y seis años, empezó a perder la memoria. Dejó de reconocer a sus hijos, a sus nietos, dejó de estar presente en este mundo, pero jamás se olvidó de tres personas. La primera, su mamá.
Rosaline estuvo presente en su vida cuando ella en sus recuerdos vivía de nuevo a los nueve, diez años. La segunda persona es a quien estás leyendo y siento tanta fortuna de que jamás se haya olvidado de mí, porque siempre estuvimos juntas, yo cuidé de ella hasta cuando no podía caminar y lo hice por el grande amor que le tuve a alguien que me abrió las puertas de su casa ante los dolores de mi infancia. Y la tercera persona que jamás olvidó, fue a su Horo, a quien todos los días miraba en fotografías metidas en su cartera y de quien hablaba en ocasiones... Cuando lo hacía, ese rostro dolido se iluminaba fugazmente, un brillo que aún relucía ese amor que le enloquecía el corazón y el alma, ese amor que hubiese deseado tener siempre pero que el tiempo le robó.
Los alcances del amor son infinitos, el amor real sólo es cedido a una persona en totalidad. El amor de ellos dos jamás pude verlo, jamás fui testigo, pero entre las personas que los conocieron cuentan que no hubo una relación tan más honesta, amorosa, cálida y real que la de ellos. El amor cuando es real jamás se olvida, jamás se supera y jamás se querrá otro porque a ese es al que le dedicaste tu vida entera.
Todo terminó a una cuadra, el inicio de un gran amor cesó a pocos metros de distancia y lo menciono nuevamente porque ellos se conocieron en un hotel y mi ángel fue velada a unas calles de ese lugar.
Fue una bonita coincidencia, porque al salir de ahí vimos lo que queda del Hotel Reforma. Aunque ya nadie trabaje ahí, aunque siga desocupado y quizá cayéndose a pedazos, me recuerda que el amor real, recíproco y sano sí existe, puede estar a un par de miradas de ti, pero sobre todo me recuerda que gracias a ese amor yo estoy aquí.