Llevo días así, escuchando. El
corazón palpita profundo, casi como queriendo salirse de mi pecho porque tiene
algo que decir, algo que dejar de callar, algo que dentro mío resuena pero que
nadie más escucha. Tuve el impulso de escribir y aquí estoy.
Durante todo el mes de marzo he
experimentado fuertes cambios dentro mío, cambios que me parecieren haber
experimentado tres o cinco meses en tan solo treinta días; cada marzo me parece
igual: transformador. Hoy tuve el
impulso depurativo, ¿sabes? Hoy siento la necesidad de soltarme, de bailar
entre los renglones de estas inexistentes páginas para sentirme libre, para
sentirme quien verdaderamente soy. Ayer impartí un taller de escritura
introspectiva sobre el eclipse solar y recordé que la palabra que para mí
define un cierre de ciclo es libertad; eso es lo que estoy haciendo,
haciéndome libre.
Pero marzo no ha sido el mes de
la tortura para mí, no. Marzo fue la sanación a todo lo arrastrado y vivido
desde octubre del año pasado; el tiempo más doloroso de mi vida. Viví una
pérdida, una pérdida más allá de la ruptura de una amistad, de la confianza
depositada y del posible hundimiento del proyecto de mi vida… me perdí a mí
misma. Esa situación puso en jaque el valor de mi persona, el valor que le doy
a las cosas, el sentido de mi vida misma. Fue una situación que me exigió
elegir uno de dos caminos: dejarme morir y perder todo lo que construí durante
años o que me volviera valiente y defendiera lo mío a toda costa.
Antes de tomar las decisiones me
sentí sola, no sabía en quién confiar, no sabía quién me estaba cuidando las
espaldas con puñal en mano. No sabía quién me amaba de verdad. En ese tiempo no
dejé de escribir sobre mi dolor, sobre como este sanaba y después volvía a
atormentarme y de como no podía disfrutar de todo lo que noviembre simboliza
para mí: un renacimiento. Cuando todo estuvo perdido para mí solo hubo una
señal que no dejaba de aparecer: el Chocho, mi abuelo paterno.
Él no dejó de cuidarme, de darme
guía, de darme esperanza y de enviarme lo que mayormente necesitaba: a mi papá.
Cómo te explico, lector mío, que
la persona que menos esperaba estaba ahí para mí, para apoyarme, para validar
que me habían traicionado y que era hora de defender lo mío. Recuerdo que mi
papá me preguntó si tenía miedo. Sí, lo tuve todo el tiempo. Durante todo un
mes tuve muchísimo miedo de hablar porque hablar podía detonar el fin de todo
mi esfuerzo, de mi gente, pero no lograba ver que hablar era defender mis
principios, era velar y albergar por lo mío, era defenderme, era ponerme en
primer lugar. Lo que más necesitaba de mi papá era su fuerza, su valentía, su
puntualidad al trazar límites, su valía por sí mismo… Entonces, ¿por qué me
perdí antes de tiempo? Quizás no entiendas esa pregunta y no te la responderé
aún pero que sepas que, el hecho de que él me haya tendido ayuda en el momento
más crítico de mi vida, al momento, me reiteró una cosa: por más que tus padres
te hayan hecho daño de la forma en la que lo hayan hecho, lo que necesitas
integrar y aprender de ellos siempre se te dará. Es una lección inquebrantable
y destinada para ti. Y yo estoy agradecida por ello.
Esa situación me hizo recordar
que siempre fui valiente sólo que olvidé como usar mi voz. Olvidé cómo usar el
puente más puro que existe en mí, el vehículo a todo camino, había olvidado
cómo hacerlo. Y él me ayudó a recuperarlo. Al término de la confrontación, el
miedo más grande que tenía, que era perderlo todo, no se dio. Jamás existió. Al
contárselo a mi papá me dijo lo siguiente: “Muy bien, que bueno que están
contigo. Significa que eres una buena líder y que valoran lo que haces, lo que
eres. Lo peor ya pasó, ya pasó hija.” Cuando a una persona que no ha
crecido con dicha valoración le brindan dichas palabras, la perspectiva cambia,
porque dejas de juzgar y empiezas a entender. Y yo me doy cuenta de lo mucho
que mi papá también ha cambiado para sí. Es tan humano como yo y sigue
aprendiendo tanto como yo.
En el cierre de todo el trago
amargo de la situación me reiteró que dolería sanar y así ha sido. Estos meses
me fueron tortuosos, dolorosos, pero no solo es el tiempo el que lo cura todo,
es el compromiso con uno mismo a sanar. Eso me tuve, mucha paciencia y no
rasparme más las emociones. Antes de colgar con mi papá por teléfono, me
dijo algo que no esperaba, que me rompió completamente: “Yo le pedí al Chocho
que te cuidara, que estuviera contigo”. Él, quien estuvo acompañándome en
todo ese proceso me recordó lo que ya sabía: no estoy sola, incluso ahora, que
me estoy despidiendo.
Para mí, todo lo que hoy te he
compartido es parte del cierre a ese ciclo porque creo firmemente que mientras
más transparente eres más auténtico te vuelves, mientras más abrazas lo que
realmente quieres expresar, y de la forma en que desees hacerlo, menos cargas
te llevas. Te vuelves más ligero, más libre. Tuve el impulso de
compartirlo justo hoy por dos grandes razones: la primera, porque ya no me
duelen los nombres, ni las heridas, ni lo que pasó, recuerdo con amor lo vivido
porque me hizo regresar a mí de una forma que no esperaba: a través de mis
seres amados.
La segunda, y la más importante,
hoy el Chocho cumpliría años.
El año pasado mi tía Miriam, mi
madrina, me hizo la observación que iniciaba mi taller de tarot en su
cumpleaños. No me pareció coincidencia alguna pues estaba integrándolo en mi
camino. Hoy, con su guía, cierro este tormento del cual me ayudó a salir. Me
parece poético como nunca estamos lejos ni somos ajenos a nuestras raíces, a
nuestra gente, pero más impresionante es cuando más los necesitamos porque están
ahí, en formas de números, de animales, de sueños, de mil señales; solo debes
permitirte escuchar.
Y así es como me despido de este
ciclo, con el impulso que me hizo escuchar.